Érase una vez la década de 1900, la pobreza energética era un concepto aún no desarrollado. Un tal Henry Ford pensó que se podría popularizar el uso del automóvil si sus trabajadores pudiesen permitirse los que fabricaba, ya que la gran mayoría de la oferta de la época se enfocaba hacia gente adinerada, los demás iban a caballo, andando o en bicicleta. Con el paso del tiempo, Ford logró popularizar el automóvil con el Model T. Mientras hubo energía abundante y barata para mover vehículos y la industria, el mundo industrializado experimentó un enorme grado de desarrollo.
En algunos momentos de la historia reciente, eso ha dejado de verificarse. En los últimos 50 años hemos vivido o conocido varios cambios traumáticos del precio del combustible, empezando por la guerra del Yom Kippur de 1973, que disparó los precios hasta por más del triple en algunos países por el embargo de la OPEP. En España hubo que decir aquello de: “usted puede permitírselo, pero el país no”.
El último shock que recibimos fue de la guerra en Ucrania, al producirse una desconexión abrupta de uno de los principales productores mundiales de energías fósiles, Rusia. Se dispararon los precios a niveles inasumibles, como 100 euros por llenar un depósito. Por otro lado, cuellos de botella en el sector del refinado no han ayudado nada, y la energía fósil está acabada a largo plazo por las políticas medioambientales. Eso empeora el problema, porque se reducen las inversiones.
De ahí nos vamos hacia la movilidad eléctrica, que permite más autosuficiencia con las energías renovables, más eficiencia, menor contaminación del aire y acústica… pero con vehículos, de media, más caros. Esto supone una dificultad añadida para los menos pudientes a la hora de cambiar de vehículo. Aunque a medio y largo plazo puedan ahorrar mucho, el obstáculo inicial es importante.
No hay coches eléctricos especialmente baratos
Supongamos que nuestro presupuesto para cambiar de coche, y haciendo un gran esfuerzo, es de 10.000 euros. Por ese precio solo vamos a encontrar utilitarios y compactos eléctricos de segunda mano, con años, kilometraje y limitaciones de uso para todo lo que no sean desplazamientos habituales y previsibles. Hablamos de los típicos Nissan LEAF de primera generación, Mitsubishi i MiEV y derivados, smart fortwo, Renault ZOE… y unos cuantos ciclomotores de cuatro ruedas que suelen ser Citroën AMI -solo que nuevos.
Y por debajo de 5.000 euros, pues no hay prácticamente nada. Si queremos un vehículo eléctrico nuevo, con las ayudas del plan MOVES, podríamos tener -en diferido- un Dacia Spring por entre 14.000 y 16.000 euros. Hoy por hoy, la oferta de turismos eléctricos por debajo de 25.000 euros sin ayudas es escasa. La gran mayoría de estos modelos está por encima de 30.000 euros en su precio sin descuentos ni subvenciones.
Estos vehículos, aunque pueden dar muy buen servicio, presentan limitaciones a la hora de hacer viajes largos (por autonomía y potencia de recarga), de capacidad por sus carrocerías en plazas y maletero, y pueden empezar a tener achaques, y no necesariamente de baterías. Acudiendo a los profesionales adecuados, aún pueden tener mucha vida, pero no son una solución para todo el mundo.
Aquellos que no puedan permitirse el salto a un coche eléctrico tienen otras opciones:
- Cambiar un vehículo de combustión por otro, o alargar al máximo la vida útil del actual (la opción mayoritaria)
- Adquirir un vehículo eléctrico monoplaza o biplaza para uso urbano
- Pagar por el uso de vehículos compartidos de alquiler a corto plazo
En otras palabras, al menos de forma temporal, se rompe la visión de Henry Ford, y los menos pudientes tienen un acceso más complicado a la movilidad, al menos desde el punto de vista clásico del término. Esto se puede amortiguar, al menos en parte, con las políticas adecuadas. La primera de ellas, sin duda, es que haya ayudas a la compra que hagan más asequibles los nuevos vehículos eléctricos.
Esta es la vía que siguen la inmensa mayoría de países europeos para reducir ese sobre coste inicial. Pero también hay otras complementarias, como planes de financiación a bajo interés para poder sufragar compras aplazadas, incentivos al achatarramiento, apuesta por flotas de uso compartido, mejor transporte público, etc.
No hay una receta mágica que vaya a solucionar todos estos problemas, al menos hasta llegar al punto en que los vehículos eléctricos tengan paridad en precio con los de combustión y las cuentas salgan rápido al comparar combustible con electricidad, así como costes de mantenimiento. En dicho punto, la disponibilidad de puntos de recarga será menos problemática gracias al esfuerzo de los pioneros, así como menores limitaciones de autonomía, potencia o capacidad, que han mejorado en los últimos años muy rápido. Y las nuevas matriculaciones del presente son los coches usados eléctricos del futuro.
El panorama a futuro
Según vaya envejeciendo la flota de coches eléctricos y pierdan valor, irán siendo más accesibles en el mercado de usados. No solo de origen particular, el gran volumen de usados debería proceder de las empresas, que son más compradoras de eléctricos que los particulares y, además, renuevan flotas antes y se van poniendo en venta.
La pobreza energética en la movilidad no es algo nuevo, hay gente que no puede permitirse un vehículo -a secas-, y hay gente que no puede permitirse un vehículo mantenido decentemente, con su seguro e ITV al día. Por razones que parecen evidentes, estos colectivos van a ser de los últimos en usar coches eléctricos.
La prohibición de matricular coches de combustión interna, lo que incluye a cualquier tipo de híbrido, solo aplicará a los nuevos en 2035. Los usados seguirán pudiéndose transferir indefinidamente, y circularán por cualquier sitio que no sea una Zona de Bajas Emisiones (ZBE), salvo excepciones previstas en cada lugar, mientras cumplan con los requisitos básicos que todo vehículo debe cumplir: ITV y seguro en vigor, y el IVTM pagado.
En cuanto al propio combustible, con la invasión de Ucrania hemos visto las orejas al lobo, si las cosas se salen del tiesto, un escenario de más de 2 euros por litro es posible de nuevo, y puede ocurrir como haya otro gran conflicto o disrupción. En cuanto a los combustibles sintéticos, si es que llegan a una escala masiva, no van a estar muy lejos de ese nivel de precios con el estado de la técnica que manejan las empresas energéticas. Y respecto al hidrógeno, pues a seguir esperando.
Y como resulta evidente que la movilidad tendrá que ser accesible a todos, van a hacer falta políticas pensadas en los colectivos menos pudientes. Las recetas tradicionales ya se conocen: más transporte público, flotas de uso compartido (pago por uso) de iniciativa público/privada, ayudas a la compra o financiación, favorecer desplazamientos más cortos para el ciudadano (ciudades de 15 de minutos), etc. La acumulación de población en áreas urbanas facilita en parte las cosas, pero también es cierto que la población con salarios más bajos tiene que salir de la gran ciudad a la periferia a buscar una casa que pueda pagar.
Estos pueden tener más problemas de movilidad si se imponen ZBE con fuertes restricciones y no se pueden comprar un vehículo eléctrico porque su economía doméstica no se lo permite. Y el problema se agrava si en esa periferia no hay un transporte público adecuado que no le haga estar metido en un autobús una hora y media para llegar a su lugar de trabajo, como ocurre en muchas ocasiones. El mundo rural es un capítulo aparte, y también necesitará políticas específicas.